Estaba seguro que había hecho al menos diez llamadas, todas fallidas. En cada oportunidad el teléfono timbraba una y otra vez hasta mandarme al buzón de voz. Estaba impaciente, y es que casi era media noche, comenzaban a escucharse algunos fuegos pirotécnicos estallar y en el ambiente empezaba a sentirse esa extraña inquietud previa a la Navidad.
– No te desesperes Fede, las líneas deben estar atestadas de gente tratándose de comunicar, espera un ratico – me dijo Juangui, mientras terminaba de pasar los platos a la pequeña mesa de comedor, adornada tan solo con una vela roja y un pequeño arbolito que habíamos improvisado hacía tan solo 15 días atrás.
Yo apenas sonreí, pues un nudo en la garganta no me dejaba decir nada, casi ni me dejaba respirar. En el fondo estaba triste. Y era que no entendía como todo había cambiado en tan poco tiempo. No entendía como mis padres podían ser tan duros conmigo, no entendía por qué no me respondían en navidad, por qué no le hablaban a su hijo que lo único que había hecho era liberarse, ser feliz al lado de quien amaba.
No entendía por qué, si incluso yo había olvidado la navidad del 2008, cuando ellos se habían separado y nuestros regalos se limitaron a un paquete de gomitas y escuchar toda la noche a mamá llorar en el parqueadero de un hotel.
Fue imposible evitar que mis ojos se humedecieran. Sentí como mi coraza de hombre fuerte y rebelde se caía, ya no podía fingir más, estaba a punto de derrumbarme. Justo en ese momento, cuando parecía imposible quebrarme, Juangui me miró con sus grandes y redondos ojos negros que se llenaron de lágrimas también. Se detuvo, dejó el plato humeante sobre la mesa y se sentó al frente mío en una de las sillitas del comedor.
– Vamos amor, no pasa nada, seguro las líneas están ocupadas, ya te van a contestar – afirmó mientras me tomaba el rostro con sus dos manos, con el tono más dulce que había escuchado hasta entonces en mi vida.
Lo vi y no pude evitar abrazarlo y llorar, pero esta vez no por mis padres, sino porque al fin entendía que no estaba solo. Éramos una familia, una familia de dos, pero al fin y al cabo una familia y esta era la primera Navidad de muchas más que compartiríamos juntos los regalos, los abrazos, la comida, el amor.
– Voy a dejarte todo babeado – le dije intentando romper un poco el dramatismo, entonces ambos reímos mientras nos secábamos las lágrimas.
En lo que nos levantamos y pasamos a la mesa fueron las doce, y el silencio que reinaba tan solo unos instantes atrás se rompió con el retumbar incesante de los fuegos pirotécnicos y el bullicio de las calles. Besé y abracé largamente a Juangui, agradeciendo al Universo por él, por la Navidad y por estar al lado de quien más me amaba y a quien más amaba en el mundo. Entonces, un sonido más interrumpió aquel momento mágico: era el teléfono repicando, era mamá.