De tanto andar pendiente de las fotos empeloto se me olvidó lo más importante, el romance, las cosas bonitas. Claro que una foto desnudo desde luego es bonita y más si es del chico que tanto me gusta, pero pasa que el otro día me puse a pensar precisamente en las arandelas de las relaciones. Si en las arandelas, esas cosas bonitas como los besos, las caricias, los abrazos, los detalles y me pareció todo muy chévere y comencé entonces a acordarme de tantas cosas que me han pasado.
Entre esas, me acordé de mi primer beso. Obvio no me acordé de mi primer beso con una chica, porque fue algo desastroso. No lo digo por ella, porque era muy guapa, sino más bien por mí, porque eso no era lo mío. Me refiero a mi primer beso con un chico, y recordando, comencé a pensar que durante una época cuando no había vivido tanta cosa, le daba un montón de importancia a las primeras veces. Creo que era por los inmensos deseos que tenía de experimentar, o porque en el fondo he sido un romanticón empedernido que disfruta de las historias rosas con finales felices.
Como sea, quiero contarles que mi primer beso no fue lo que esperaba. Y es que, de hecho, mi primer novio, aunque me enseñó un montón de cosas y me ayudó a salir del closet de la mejor forma, tampoco fue lo que esperaba. Eso fue hace bastante tiempo ya, yo tenía casi 20 (si queridos lectores, yo era un quedado, salí tarde del armario) y él me llevaba casi la década completa. Cuando tienes 20 un hombre de 30 es mayor, obvio que es mayor, pero tiene ese encanto que gusta un montón.
La cosa fue que comenzamos a salir como “amigos” y poco a poco me ayudó a aceptarme y a asumir mi sexualidad. Luego, obviamente, me echó el cuento y yo caí redondito. Y es que pensaba que el tipo era el hombre de mi vida. No es que no pase, conozco de hecho varios casos de parejas que le atinaron a la primera, pero siendo honestos, el primer novio casi nunca es el indicado, de hecho, es algo así como la prueba piloto en la que uno se inaugura con el viejo sistema de prueba y error. Y pasó que el tipo y yo comenzamos a salir y a mí me fascinaba. No voy a mentir diciéndoles que era el más lindo del mundo, que tenía barba o que despertaba las miradas al pasar, porque no es cierto. En cambio, sí es justo decir que tenía muy buena onda, un cuerpo increíble porque era instructor de yoga y claramente era un maestro tántrico, si saben a lo que me refiero.
Como sea, allí estaba yo, hacia finales de la década pasada, feliz de la vida por ser quien era, enamorado y dispuesto a hacer de cada primera vez un momento digno de recordar. Esa era justamente la primera vez que nos íbamos a ver solos, así que fui a su apartamento y preparamos algo de comer. Obvio, que no era la época del Netflix, ni el Grindr, ni nada de eso. Eran otros tiempos en los que las cosas eran más lentas, con encanto. Pero lo cierto es que a mí me importaba cinco la comida, la película o lo que fuera, yo estaba esperando el ansiado momento del beso. Si, queridos lectores, el beso, porque a estas alturas deben saber de sobra que soy tan cursi que me da más expectativa un buen beso que una noche de sexo desenfrenado.
Todo estaba dispuesto, habíamos tomado un par de copas de vino y estábamos en la sala de la casa de sus papás (si vivía con sus papás todavía) hablando muy cerca. Yo me quedé viéndolo fijamente a los ojos (mientras él decía algo a lo que desde luego no le estaba prestando nada de atención), entonces, casi que por instinto, bajé mi mirada a sus labios. El corazón me latía muy rápido, pero me moría de ganas de ese primer beso, ese primer beso con un hombre. Sin pensarlo más me lancé.
Y ojalá hubiera sido como se lo están imaginando: algo romántico, lindo, salido de Sense8 o cualquier otra peli gay de su preferencia. Pero no, lamento decepcionarlos. Pasó que el man siguió hablando y yo me choqué contra su boca abierta, y bueno si que me respondió el beso, pero era un beso blandito, de esos sin fuerza que dejan babeada toda la barbilla. Luego se retiró de golpe y me dijo que no le gustaba dar besos, y como este era la prueba piloto, pues pensé que era normal y ahí quedaron los ánimos con el asunto del primer beso.
Pero no se desanimen, porque, aunque largo el preámbulo, esta historia no es sobre mi primer beso, sino más bien sobre el último. Y es que, pensando justamente en las arandelas de las relaciones, terminé dándome cuenta que al final, el mejor beso, el mejor sexo, la mejor cena, no es la primera, sino la última, porque es la que nos llevaremos por siempre en el recuerdo si el mundo se acabara mañana.
Así las cosas, la historia de mi último beso me fascina. Fue con un chico de barbas y ojos bonitos que hace relativamente poco le quitaron sus frenillos, así que no da besos blanditos ni babosos, todo lo contrario, está ansioso por besar y morder en serio. Fue antes de ponerme a escribir esta crónica, en el paradero del bus antes de que se devolviera a su casa. Fue de afán, pero no fue corto, se tomó su tiempo, sabía a menta y terminó con dos besitos cortos antes de la despedida, y la verdad ha sido el mejor beso, porque ha sido el último, el que recuerdo con alegría y emoción. Esta es la historia de mi último beso hasta ahora queridos lectores, no muy brillante ni muy extensa, pero les aseguro que memorable. Ahora es su turno, vayan y den su último beso hasta ahora, y hagan de ese beso una historia inolvidable.
Foto: IG @justinickpgh