Juramento a la Bandera

Por fin llegó el fin de año, un año pesado por no decir más, y la verdad no veía la hora de empacar mi maleta e irme cuanto antes de Bogotá. Estaba agotado y lo único que quería era relajarme al frente del mar y no hacer nada, solo ver pasar los días con sus noches. Por eso, en cuanto terminé mi trabajo corrí a mi apartamento a hacer maleta y prepárame mentalmente para otras vacaciones inolvidables.

Claro, que había mil cosas que debía empacar, pero lo primero que alisté fue mi bandera multicolor. La misma que había comprado en Chueca durante la celebración del último Orgullo en Madrid. Esa misma que había ondeado en el balcón de mi piso en Malasaña y que ahora estaba en una de las paredes de mi apartamento en Bogotá. La misma bandera de franjas de colores con la que no solo me sentía emocionado, sino también un poco nostálgico pero siempre orgulloso.

Mi chico, que estaba conmigo ayudándome a escoger cada cosa que empacaba, porque en eso de hacer maleta suelo irme a los extremos, es decir, o llevo la mitad del armario o no llevo nada, me miró con emoción y ansias.

– ¿La vas a llevar? – preguntó con los ojos abiertos, como quien se emociona con la idea de ir a un parque de diversiones y solo pregunta por hablar del tema.

– Pues claro que la voy a llevar, quiero verla ondear en el mar, quiero que esté en Palomino – respondí mientras él se entusiasmaba y le abría espacio entre los bañadores y las camisetas.

Y pues claro que quería llevarla e izarla en la playa. Y es que, a estas alturas de mi vida, la bandera del orgullo no es simplemente un accesorio que se usa un día al año en una marcha, que se lleva a una manifestación o que se desempolva de vez en cuando. La bandera para mí encierra mucho más que eso; es el recuerdo de que el orgullo es permanente, de que hubo miles de hombres y mujeres que lucharon por defender los derechos que ahora disfrutamos, y que incluso dieron sus vidas por ello. Es el recuerdo de que la lucha no ha terminado sino que apenas comienza.

Así las cosas, luego de un agradable viaje en avión y varias horas por tierra, finalmente llegamos a Palomino. Nos instalamos y corrimos a la playa, donde finalmente en un asta improvisada con un palo selfie y un pedazo de guadua, nuestra querida bandera ondeó libremente en las playas de Palomino. Probablemente no era la primera bandera en aquellas tierras, pero puedo asegurar que fue la única ese fin de año.

Y es que, de cierta forma, verla ondear libremente era sentirse acompañado. No puedo describir muy bien la sensación, pero es casi como cuando tu nación abre una embajada en una tierra lejana, y a pesar de lo diferente que es todo, sabes que un pedacito de tu hogar está allí, ese hogar que no es una casa o un apartamento, sino un lugar entre el pecho y la espalda.

Ese día estuvimos hasta tarde en la playa y justo al atardecer hicimos el juramento a la bandera. Pero no a la bandera de un país, de una religión o de una raza, sino a la bandera de la libertad, una bandera multicolor que nos unía más allá del sexo, del color de nuestra piel, el dinero que tuviéramos en los bolsillos o los ideales religiosos y políticos que pudiéramos profesar.

Nuestro juramento fue sencillo pero contundente: nunca dejar de sentir orgullo, no por lo que tenemos, porque en la mitad de la playa semiempelotos es muy poco lo que se puede tener, sino por lo que somos, pero sobre todo por lo que somos juntos.

Nuestra bandera ondeó todos los días que estuvimos en Palomino. A veces, generaba sonrisas de los turistas, otras incluso reacciones bonitas, como la de ese chico que vendía sándwiches veganos y que se acercó a decirnos que no sabía que le gustaba más, si nuestra música o nuestra bandera. Incluso, una mañana, una chica en busca de un cigarrillo, nos confesó que había llegado por ella, que la había visto ondear como un faro a lo lejos, además porque era la primera que veía desde San Francisco.

A mi regreso volví más orgulloso de mi bandera, y digo mía porque a pesar de todo siento más pertenencia por ella que incluso por la de mi propio país. Volví con ganas de mostrarla en todas partes, de exhibirla, de vestirla, por eso desde entonces la llevo con orgullo en mi mano izquierda, porque así la llevo más cerca del corazón.

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