La primera vez que me enfrenté a esta dichosa frase, fue una tarde de diciembre en Tinder. Yo andaba muy tranquilo, había terminado hacía un par de meses con el primer chico con el que me metí después de mi gran divorcio y, a pesar de la tusa, ya me sentía en condiciones físicas y mentales para meterme con alguien más, así fuera para parchar o para “ver una película”, si saben a lo que me refiero.
El caso, me monté en personaje, seleccioné las mejores fotos de mi Facebook para poner en Tinder, puse de descripción algo interesante, una frase en la que no sonara tan necesitado pero que llamara la atención del público, y acto seguido lo conecté con Instagram y Spotify, para que el posible usuario interesado encontrara afinidad en mi gusto musical y desde luego supiera que soy una persona de confiar y no un psicópata de esos que tanto abundan por las redes sociales.
Claro, que tan pronto terminé la parafernalia de “montar el perfil”, me sentí como poniéndome en venta en MercadoLibre, Amazon o EBay. Pero a esas alturas, después de haber pasado ese montón de tiempo deprimido en mi casa llorando y viendo cuanta serie me salía recomendada en Netflix, la verdad era que necesitaba algo de acción. Comencé entonces a seleccionar chicos, al igual que seleccionaba películas en Netflix, hice match y di con uno perfecto. Cara bonita, lindo cuerpo, medio geek, cultureto, pero no tanto. Hablamos, y luego de no sorprenderme con el hecho de que fuera publicista, y sobre todo de pasar por el conocido interrogatorio sobre edad, lugar de trabajo, lugar de residencia, estudios de grado y posgrado, llegó la pregunta decisiva, que a dios gracias hizo él “¿Vos en que plan andas por acá?”.
Yo, retórico e inconsciente de la banalidad de las redes sociales, y mucho más de Tinder, di una explicación larga y detallada de las múltiples situaciones que me habían llevado a una depresión larga y alcohólica, un duelo a medio terminar y posteriormente una recuperación de una ruptura amorosa, hasta desembocar en una rehabilitación y una breve incursión al mercado del usado a través de las redes sociales. Venga, que menos mal evité mencionar que estaba poniendo mis esperanzas en Tinder porque mi hermana había conseguido marido por allí, literalmente, porque ahí si hubiera hecho aún más el ridículo.
Como sea, hasta yo mismo me sentí algo avergonzado de toda la pastoral que le escribí al pobre publicista, por lo que me apresuré en devolverle la pregunta. “¿Y vos?”, escribí, tratando de disimular mi vergüenza, a lo que él respondió casi de inmediato “Conociendo, sin afán”. Esa fue la primera vez que me enfrenté con otra de las grandiosas frases de cajón tan usadas y que, por su ambigüedad, son perfectas para no decir mucho, de hecho, no decir nada.
¿Qué coños es conocer sin afán? Es decir, parto del hecho que no tengo ningún afán más que llegar a mi oficina en las mañanas antes de que mi jefe se percate que no estoy en mi puesto. De hecho, es el único afán que me motiva actualmente, porque ni a mi madre me apresuro a responderle el teléfono. Y bueno, lo de conocerse me gusta, que siempre lo he dicho, uno podría pasar una vida entera con alguien y jamás llegar a entenderlo, los seres humanos somos muy complejos, muy pocas veces uno llega a tocar el fondo de alguien, es difícil.
De cualquier forma, queridos lectores, que si esta frase fuera honesta, correcta, veraz, sería un hit. Es decir, conocer sin afán a alguien es una delicia. Es meterse en sus secretos de infancia, es indagar en la razón por la cual prefiere el arequipe y no el chocolate, es interesarse en el color, el olor, la película, el libro, el director de cine, el escritor romántico del siglo XIX, la hora del día y el número de un solo dígito favorito. Conocer sin afán a alguien es tomarse el tiempo para ver los gestos que hace cuando la limonada no tiene azúcar y de hecho está demasiado ácida, es ver una o dos veces como estornuda (porque los estornudos al igual que las huellas digitales son únicos en cada individuo), es detallar la forma en que corre y qué hace cuando se siente avergonzado.
Pero no, lamento decirles que lo triste de la historia es que la frasecilla es más ambigua de lo que pensaba y que se ha convertido en otra argucia más de las criaturas contemporáneas (dentro de las que me incluyo por supuesto). En aquella oportunidad me di cuenta que “conociendo, sin afán” no es lo mismo que “conociéndote, sin afán”, y que entre más rápido entendiera la dinámica de las relaciones modernas, mejor me iría tratándome de relacionarme con los demás miembros de mi mismo género.
Lo que pasó en aquella oportunidad, y sobre todo el desenlace, es tema para otra crónica, y es una historia que vale la pena dejar por el momento en el tintero, esperando a ser narrada. El asunto, es que, esa tarde en el Starbucks, me quedé pensando en la dichosa frase que el chico me dijo después de confrontarlo. ¿Recuerdan? cuando después de desaparecer durante tres días volvió como si nada y que yo luego le pregunté ¿Oye, y tú y yo en qué estamos?, a lo que él respondió “pues nada bonito, tu y yo nos estamos conociendo, sin afanes”, bueno pues esa.
Le daba una y mil vueltas, y es que podía tomarla por el lado amable, y pensar “Que bonito, este tipo en serio me está conociendo, se está tomando el tiempo” o ponerme más serio, más realista, agarrarme del sentido común con las dos manos y decir “Que bien le salen las frases de cajón a este tipo. ¡Despierta! que este man solo quiere parchar sin afán, así que relájate y deja el video”. Queridos lectores, ustedes que tan bien me han leído y que tan bien me conocen, ¿adivinen por qué lado me fui?
Continuará…
Muy buena narración. Me parece interesante y hasta divertida la forma frustrante en que cuentas cómo volver al horrible mundo del mercado del usado… y peor aún la antesala a la temida primera cita (que es ese momento incomodo en el que te das cuenta que te estás poniendo viejo y demasiado exigente; además que encontrar a alguien está más difícil de lo que pensamos)
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