Llega ese momento en la vida en el que todo se estanca, en el que todo parece que se detiene sin razón aparente, o bueno más bien por todo lo contrario, por una acumulación de razones no aparentes que finalmente colapsan en un funesto desenlace. Lo peor de este momento, de este siniestro acontecimiento, es que no ocurre de un momento a otro, sino todo lo contrario, ocurre paulatinamente. Es algo que va pasando frente a nuestros ojos en cámara lenta, como cuando un niño no puede detenerse en sus patines y sabes que se va a estrellar contra el suelo y nadie puede hacer nada.
Y bueno, ocurre en cámara lenta porque lo presenciamos impávidos sin poder hacer nada al respecto. Ahí esta nuestra vida yéndose a la mierda, ahí estamos perdiendo el control de lo que queremos, de lo que deseamos, ahí va esa relación toxica que no funciona y que nos asfixia y nosotros, pasivos espectadores, simplemente vemos como todo se echa a perder sin hacer absolutamente nada, sin mover un dedo.
Y esto es como un carrito del mercado por la pendiente de una calle empinada, no se puede detener. Va cogiendo impulso, se va haciendo más y más veloz y sabes que cada día que pasa, cada hora e incluso cada minuto lo hace más fuerte e imparable, pero no haces nada, porque no sabes que hacer, porque no quieres hacer nada o porque simplemente hay cosas más importantes.
¿Y luego? Pues te acostumbras a la inercia con la que todo se está yendo a la mierda. Es casi como cuando te subes a un avión o un tren de alta velocidad, comienzas despacio y poco a poco vas cogiendo una velocidad vertiginosa, pero luego ni la sientes y aunque sabes que vas a imparable en dirección al infierno apenas si te das cuenta.
Entonces, en este punto parar es imposible, o es lo que creemos. Pareciera que intentar cambiar las cosas es algo muy complicado, o muy difícil, o que en últimas no tiene sentido. Todos los días decides intentarlo y cuando llega el momento algo más importante se cruza, alguien aparece o simplemente es mejor hacerlo otro día, con mas energía, con mejores ánimos. Y así, queridos lectores, van pasando días, meses y años: la creatividad se acaba, la energía se agota, las expectativas se van socavando y la fe y la esperanza comienza a extinguirse como la flama de una vela que se ahoga en una habitación si oxígeno.
Esto, amigos, es una crisis existencial. Ocurre de la nada, con o sin razones, nace como un pequeño germen, a veces sin importancia, a veces muy trascendental. Va creciendo como ese temor a la vida en el lado oscuro de nuestros corazones, a la sombra de nuestras hazañas y nuestras alegrías. Se arraiga en la pereza, el miedo y la angustia, y va extendiendo sus raíces poco a poco. Y va cogiendo impulso. Si cedemos terreno, ignorantes sin saber de que se trata, nos va cogiendo ventaja. Y entonces vamos dejando de lado lo que queremos, lo que siempre soñamos y lo que siempre nos hizo sentirnos vivos y levantarnos en las mañanas con ánimo.
Así llega el día en el que piensas: “hace tanto tiempo que no escribo, tanto que no tomo un lápiz y me pongo a dibujar, hace tanto que no voy al cine, que no leo, que toco la guitarra, que no viajo, que no salgo a caminar, que no hago yoga, que no voy al gimnasio, que no veo a mis padres, a mis amigos, que no me tomo una caña, que no salgo de compras, que no soy yo mismo”
Y claro, inevitablemente te lamentas, te agobias porque ya vas por encima de los treinta, o los veinticinco para los más autoexigentes, y llevas postergando otro año más esos planes que ideaste en los veintitantos. Y entonces, una voz condescendiente que brota de lo profundo de tu corazón trata de alivianarte la carga y grita “pero estabas enfermo, con tanto trabajo era imposible, tenías que ver por tu hijo, estaba la maestría, como lo ibas a hacer con esa deuda encima” y así, con una excusa rebuscada que te cuesta más creer que inventártela, te dices a ti mismo “bueno ya luego lo intentaré, tal vez mañana con más ánimos, tal vez luego cuando tenga tiempo”.
Y lo cierto es que el tiempo no se tiene, el tiempo se saca cuando se quiere de veras, el tiempo se inventa cuando es importante, el tiempo se acaba cuando no hay más excusas.
Pero llega también el momento en que te agotas, en que ya no das más. Se te acaban las excusas, el niño crece, la maestría se termina, te echan del trabajo o mejor aun te ascienden, se te pasa la enfermedad, se paga la deuda y te quedas sin nada más que la puta crisis existencial, entonces hay que afrontarla.
Que ya sería mejor hacerlo cuanto antes, pero quien soy yo para decirles lo que hay que hacer. Cada quien sabe sus tiempos, cada quien ve pasar esa bola de nieve cogiendo impulso y enterrando nuestros sueños a través del cristal de la vida sin poder hacer nada, porque el tiempo de cada persona es único, porque solo uno sabe cuando está preparado para afrontar este molino de viento llamado crisis existencial.
¿Y entonces, qué pasa cuando nos damos cuenta, cuando sacamos fuerza y decidimos parar, cuando tomamos a ese toro por los cuernos y gritamos “pare de sufrir” y le sacamos tiempo a los padres y a los amigos, cuando nos metemos de nuevo a un gimnasio, a las clases de yoga y nos sentamos a escribir de nuevo crónicas y a dibujar y a diseñar y a crear?
Pues nada amigos lectores, no pasa otra cosa más que comenzamos de nuevo, volvemos a creer, volvemos a soñar porque los sueños van y vienen, se reinventan, se transforman, volvemos a amar, lo que ya amábamos, lo que antes odiábamos o lo que nunca pensamos amar. Al fin de cuentas lo bueno de ser humano es que podemos comenzar de cero una y otra vez, por que el universo nos dio la ventaja de ser imperfectos.
Y bueno, toda esta retahíla viene a cuenta para decirles que mi crisis existencial ha llegado a su final, que luego de todo un año sin escribir crónicas he logrado detener esta bola de nieve y parar de sufrir, he logrado entender que a pesar de todo cada día es un nuevo comienzo y que las crisis existenciales también tienen su final.
Foto: Ivana Cajina @von.co